El mundo que queremos

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En ocasiones, los clientes te regalan un encargo estupendo. En este caso, solo nos pidieron un libro hermoso y creo que lo conseguimos gracias a su confianza y al talento de los ilustradores de la agencia.

Rompemos la cuarta pared, parafraseando a los amigos del teatro, en El mundo que queremos, publicado por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (Aecid). 

La expresión es literal, apostamos por una visión casi tridimensional de las ilustraciones en un divertido juego diseñado por Germán Gómez Arranz. Nueve ilustradores de España, Chile y México (Elena Odriozola, Juan Palomino, David de las Heras, Jacobo Muñiz, Valeria Gallo, Noemí Villamuza, Jesús Cisneros, Ana Pez y Pati Aguilera) dan su punto de vista del Plan Director de la Cooperación Española 2013-2016, "uno de los instrumentos principales que tenemos los españoles para construir un mundo mejor".

Traducir las orientaciones técnicas ha sido un enorme trabajo para los artistas implicados, un reto al que añadimos, en un salto mortal triple, un atrevido diseño de perspectivas convirtiendo el libro en un objeto único para ser leído y disfrutado.

El resto del libro puede disfrutarse en Pencil.

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Gestores en red

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El viernes 9 de octubre participaremos en el I Encuentro ‪#‎GestoresEnRed‬, organizado por el Centro Buendía de la Universidad de Valladolid. Su intención es establecer canales que promuevan la participación de todos los implicados en la dinámica cultural territorial para retroalimentar y estimular la creación de nuevas actividades.

"Heterogéneo, complejo, conflictivo y cambiante. Así es nuestro espacio cultural contemporáneo. En este ámbito vivo, el gestor cultural se presenta como un generador de vínculos. Tiene la responsabilidad de favorecer el desarrollo cultural en su calidad de mediador entre las manifestaciones artísticas, el patrimonio y los diferentes públicos que conforman la sociedad. Posee la responsabilidad, pero también la oportunidad", explican desde el Centro.

Este I Encuentro Gestores En Red "reúne a profesionales de la gestión culturtal, la creación artística, la crítica, la investigación, la comunicación y la mediación cultural, procedentes del ámbito público y privado, así como de las distintas disciplinas (artes visuales, artes escénicas, música, industria editorial y otras empresas, entidades e instituciones culturales…) para compartir experiencias, conocimientos, estrategias y debatir problemas actuales. Ellos y ellas son profesionales que, en su día, trabajan en red".

Cuándo:  Viernes, 9 de octubre de 2015.

Dónde: Aula Triste del palacio de Santa Cruz. Plaza Santa Cruz, s/n. Valladolid.

Entrada: Libre.

Más info en la web de Centro Buendía.

Teatro desde una ventana de São Paulo

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Los tópicos, por muy manoseados, algo tienen de certidumbre contrastada aunque la generalización los degrade. El que dice que Iberoamérica te carga las pilas nada más poner el pie en ella es cierto. Este es un continente activo y, la más de las veces, hiperactivo. Un saludable revulsivo para un hipotenso. 

De la necesidad saben hacer virtud, el jet lag provoca recaídas tópicas, y lo demuestran convirtiendo escasos recursos en mayúsculos resultados gracias a inmensas dosis de ingenio.

Paseando junto a mis amigos y excelentes anfitriones en São Paulo, Noelia y Líe, pude regocijarme en ello este domingo. Paseamos por Minhocão, donde un aberrante escalextric invade las vidas de sus vecinos. Tan solo encuentran descanso de cláxones y gases de etanol, avanzadas las tardes y los domingos. Entonces la marabunta automovilística cede el terreno a peatones, ciclistas, patinadores... 

Como Dios los coches también descansan el séptimo día. La calzada se transforma en un inmenso mercadillo donde comprar y vender pasteles veganos, camisas setenteras, ilustraciones y todo lo que se nos ocurra.

Los carriles se convierten en platea y la ventana de un modesto habitáculo se abre en escenario improvisado. Adiós a la cuarta pared. De la representación poco me enteré gracias a mi nulo brasileiro pero impresionaba escuchar a los actores a viva voz ante decenas de personas en completo silencio solo roto, con frecuencia, en carcajadas que contagiaban vida.

Sirenita a dos voces

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No sé nadar ni amar. Si respiro es por inercia. Siempre me he sentido un pez fuera del agua, huérfano de medio ser. En las noches, cuando las responsabilidades descansan junto al resto de la corte, me retiro a la playa. Varado en la orilla observo la espuma del mar que escapa entre mis dedos. Tan torpes como el  corazón sordo y ciego que fue incapaz de reconocerla. Ya es tarde y mi único consuelo es el recuerdo.

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La luna se desprendió del tapiz de las profundidades del mar. Después de mucho esperar, alcancé la edad para subir a la superficie. Había aguardado con impaciencia refugiada tras los muros de coral del castillo de mi padre, desde cuyos balcones de ámbar imaginaba el mundo de arriba. En los salones escuchaba atenta las historias de los paseos de mis hermanas mayores. Evocaban olores singulares, curiosas construcciones, extraños animales, gentes sin cola. Lo que para ellas hace tiempo se convirtió en rutina, me aceleraba el pulso.

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La brisa nocturna mecía mi cabello de una manera tan distinta a las corrientes marinas… Flotaba obnubilada por aquellas estrellas tan distintas a las nuestras.

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Solo en el océano me sentía liberado de máscaras y componendas. Cautivo en esa porción de tierra que era mi barca, soñaba cómo mi piel mutaba en escamas. Los brazos, aquí inútiles, se transformaban en poderosas aletas. Las endebles piernas convertidas en una formidable cola me servían de timón para surcar las aguas. Y mientras fabulaba, ella me observaba.

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Brillaba de tal modo esa noche que los astros, avergonzados, disminuyeron su fulgor. ¿Cómo dejar de mirarle? Aun dormido lo contemplaría como a un genial lienzo. Pasarían las horas. En su compañía, apenas un fugaz suspiro.

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Oh, la brisa empezó a soplar con vehemencia. Un tifón. Las nubes ocultaron la luna. El agua abandonó su calma. La naturaleza mostraba así sus celos. Esa frágil barquichuela quebraría y el príncipe, enredado en las algas, sería una estatua más del jardín sin aliento.

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La mar me tragaba. La corriente estrangulaba cualquier brazada. Ven conmigo, susurraba seductora. Sin fuerzas para resistir, me desmayé. Reviví en la orilla con el recuerdo de una caricia salvadora. Un beso me devolvió el aliento. Cuando me incorporé estaba rodeado por generosos samaritanos que corrieron a auxiliarme.  Nunca olvidaré aquel rostro que me saludó a la vida mientras creía adivinar una sombra que se escurría entre las rocas.

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Sus labios, los míos. Bañados en salitre. Palpitando vida. Casi me sorprendieron las buenas gentes. El príncipe estaba a salvo. Lo cuidaron y devolvieron a su palacio, que divisaba cada jornada desde el horizonte. Jamás supo de mí, pero yo no le olvidaría náufraga en él.

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Los días pasaron y recuperé la salud, aunque continuaba sintiéndome mediado como una tinaja agrietada.

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Superé remolinos, escapé al abrazo mortal de plantas venenosas, me enfangué, esquivé montoneras óseas de infaustos ahogados… hasta alcanzar la puerta a la que nadie en su sano juicio llamaría jamás. La horrenda bruja mostró una sonrisa podrida al recibirme en su pestilente cueva.

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A cambio de poder caminar entre nosotros, dio su voz. Bebió la abominable pócima y, al instante, se desprendía de su plateada cola sustituida por dos frágiles extremidades. Jamás volvería a arrullar a la corte marina con su dulce canto. Las melodías acallaron trocadas en sendas piernas. Cada paso con aquellos deliciosos pies era una coreografía hipnótica. También una tortura que le aguijoneaba con infinitas puntas de espada hasta teñir su pálida piel de burdeos.

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Desfallecida caí sobre las escaleras del palacio. Mis nuevos pies me torturaban hasta desear que me los arrancaran. Ni el frío mármol conseguía calmarlos. Amanecí entre sus brazos. Ahora me rescataba él. Sentí en lo más hondo de su mirada que le era familiar. En vano me preguntó quién era. Mi voz pertenecía a la bruja. Sin respuestas, su buen corazón se apiadó acogiéndome.

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Ignoraba el motivo pero la compañía de aquella mudita que danzaba como los ángeles, me llenaba de gozo. Apenas frecuentaba otra compañía en mis ratos libres. Conversábamos con el fulgor de nuestras pupilas. Su silencio me colmaba. Desconocía su enorme sacrificio y, aún menos, su terrible apuesta.

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Acostada ante su alcoba, añoraba a los míos. Los sueños me transportaban junto a mi abuela, empeñada en adornar mi cola real de perladas ostras. Las risas de mis hermanas animaban las fiestas. Mi tonada acompasaba el baile de los peces. Todos sonreíamos ante un futuro infinito entrampado por mi loco impulso. Si no lograba enamorar al príncipe, la nada. Me desvanecería en las aguas convertida en espuma sin memoria.

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La cuna obliga. Aún más cuando está coronada. Había empeñado mi palabra en un matrimonio de compromiso. Partimos hacia el reino vecino donde aguardaba mi prometida. La cercanía de la mudita me consolaba. Durante el viaje le  confesé que ya tenía dueña: aquella que me rescató de las aguas y a la que reconocería entre mil. Acataría los deseos de mi padre, el rey, pero no amaría a mi esposa. Mi fiel amiga escuchaba con una enigmática sonrisa. Sus manos sobre las mías.

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¿Cómo hacerle saber, siendo muda, a aquel ciego y sordo? Al menos reconocía que era mío, aunque lo ignorara. Era feliz. Bailé en cubierta para los marineros. Floté sobre las olas de puntillas ajena a cualquier dolor. Tan solo debía desprenderle del velo que oscurecía sus sentidos.

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Mi gozo se vio truncado cuando él reconoció en aquella princesa lejana el rostro que iluminó su revivir en la playa maldita. Fui desterrada de su dormitorio, reino privado compartido con su nueva esposa tras los festejos. Los fuegos artificiales se reflejaron en mis lágrimas, que fingí felices. Sin su amor, esta sería mi última noche. Al alba me desvanecería en un recuerdo cada vez más débil.

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Las hermanas de la sirenita, presas de la angustia por su desesperado porvenir, acudieron a la bruja. Les exigió sus hermosas melenas a cambio de una daga. Cuando la joven sepultara su afilada hoja en mi pecho recuperaría su ser. Regresaría a sus dominios de coral, entre los suyos.

A escondidas la convocaron. Con dolor le pasaron el acero mortal. Sálvate, le suplicaron. Ajeno a la conspiración abrazaba a mi nueva esposa.

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Asesinar para sobrevivir. Acabar el amado para contar un nuevo amanecer. Si le mataba, ¿no haría lo mismo con una parte de mí? ¿Qué cariño era ese? Mas él no me quería. Se había entregado a otra. Mi sacrificio había sido inútil. Un día mi cola se dividió en dos piernas, en esta ocasión era mi corazón el que se desgajaba a la mitad.

Cómo bailaba la balanza a cada segundo… Había decidido.

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Desperté de una noche brumosa. Las pesadillas eclosionaban en mi mente enmarañada en sombríos presagios. Con mal pálpito recorrí todas las estancias en busca de la tierna mudita. Su ausencia me ahogaba. Nadie supo decirme. Se perdió, la perdí.

Desde aquella mañana acudo cada anochecer a la orilla en la que la hallé. El rumor de las olas me canta, la espuma me acaricia.

 

 

Entre estornudos

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Bien pertrechado de pañuelos y antihistamínicos, disfruté de la fiesta de la primavera organizada por la Asociación Profesional de Ilustradores de Madrid (APIM) con un poco de mala leche, para un alérgico se entiende, en pleno parque del Retiro. 

Una vez más topé con unas espléndidas instalaciones supuestamente pensadas para acoger cultura en ellas. La que fuera Casa de Fieras es ahora la Biblioteca Municipal Eugenio Trías. No me digan que no habrían preferido que conservara el nombre, con todo respeto para el señor Trías. Total, un fantástico continente al que espero que hayan provisto de presupuestos suficientes para alimentar a sus fieras, es decir, al contenido de libros y actividades. Y es que en nuestro dolorido país los edificios culturales se pensaban más para el constructor de turno que para su finalidad. Total, que vuelvo a colgarme de las ramas.

Allí disfruté de la ilusión no solo del actual equipo directivo de APIM, encabezados por Raquel Cuenca, y muchos de los socios. Escuchar el devenir de su asamblea fue un disfrute por su ánimo constructivo y la cantidad de ideas que pronto les florecerán. Sin duda, el de los ilustradores es uno de los colectivos artísticos que mejor trabaja en equipo.

Muchas gracias a todos no ya por escuchar mi perorata sobre el desarrollo de una marca personal de calidad sino por participar activamente durante la masterclass.

Y qué decir del vino y los canapés finales, donde tuve oportunidad de conocer a talentos como Juan Berrio, con quien solo me había comunicado hasta la fecha por correo. Lástima que no dejara de estornudar en todo el trayecto de vuelta a Valladolid.

*Fotos por cortesía de APIM

Sedúceme, por favor

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Continuamos 'on fire' y 'on the road' desde Pencil. Esta semana toca Bilbao. Muchísimas gracias a la gente de la Asociación Profesional de Ilustradores de Euskadi por invitarnos de nuevo a dar un taller. Nos centraremos en cómo dejar huella en las entrevistas y networkings profesionales.

Sedúceme, por favor

Clavel en el ojal, tarjeta de visita y portafolio espectacular. Estamos listos para la cita. Llegamos y –oh, oh- nos quedamos en blanco o soltamos lo primero que se nos ocurre. ¡Tierra trágame!

Un encuentro profesional para mostrar nuestro trabajo es mucho más que limitarnos a pasar hojas. Tenemos que seducir y, al irnos, dejar un recuerdo imborrable.Trabajaremos cómo enfocar y navegar por una reunión y también cómo desenvolvernos en los popularizados encuentros de networking. Entre canapé y canapé, alguien se presenta y nos pregunta quiénes somos y a qué nos dedicamos. Tenemos menos de 20 segundos antes de que su atención derive a otra parte… Puede que sea el director de arte de The New Yorker. ¿Qué le dirías?

Venceremos los nervios, nos adentraremos en algunas técnicas de comunicación oral y las aplicaremos en situaciones como la presentación del portafolio en una cita profesional o una sencilla presentación.

Trae entusiasmo y tu portafolio, ¡lo demás vendrá rodado!

+ ¿Más info?

*Ilustración de Laura Pérez.

Suerte

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Los años han ajado el algodonoso papel nevando pequeños copos de celulosa en la cartera.

Comparte nicho de cuero, en el bolsillo interior de la sobada americana, con una fotografía de ella... un mechón del niño... un billete de tren a Lisboa… un pétalo marchito.

En los momentos de frío y penuria, calienta el ánimo acariciando aquellos objetos recopilados durante décadas.

Nunca cobró el décimo de lotería cuyos números se han difuminado en sudor.

Le basta con saber que la fortuna le sonrió un día. Ganó un sorteo… se enamoró… creó una vida nueva...

Otros dilapidan las ilusiones. Él prefiere disecarlas.