No sé nadar ni amar. Si respiro es por inercia. Siempre me he sentido un pez fuera del agua, huérfano de medio ser. En las noches, cuando las responsabilidades descansan junto al resto de la corte, me retiro a la playa. Varado en la orilla observo la espuma del mar que escapa entre mis dedos. Tan torpes como el corazón sordo y ciego que fue incapaz de reconocerla. Ya es tarde y mi único consuelo es el recuerdo.
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La luna se desprendió del tapiz de las profundidades del mar. Después de mucho esperar, alcancé la edad para subir a la superficie. Había aguardado con impaciencia refugiada tras los muros de coral del castillo de mi padre, desde cuyos balcones de ámbar imaginaba el mundo de arriba. En los salones escuchaba atenta las historias de los paseos de mis hermanas mayores. Evocaban olores singulares, curiosas construcciones, extraños animales, gentes sin cola. Lo que para ellas hace tiempo se convirtió en rutina, me aceleraba el pulso.
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La brisa nocturna mecía mi cabello de una manera tan distinta a las corrientes marinas… Flotaba obnubilada por aquellas estrellas tan distintas a las nuestras.
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Solo en el océano me sentía liberado de máscaras y componendas. Cautivo en esa porción de tierra que era mi barca, soñaba cómo mi piel mutaba en escamas. Los brazos, aquí inútiles, se transformaban en poderosas aletas. Las endebles piernas convertidas en una formidable cola me servían de timón para surcar las aguas. Y mientras fabulaba, ella me observaba.
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Brillaba de tal modo esa noche que los astros, avergonzados, disminuyeron su fulgor. ¿Cómo dejar de mirarle? Aun dormido lo contemplaría como a un genial lienzo. Pasarían las horas. En su compañía, apenas un fugaz suspiro.
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Oh, la brisa empezó a soplar con vehemencia. Un tifón. Las nubes ocultaron la luna. El agua abandonó su calma. La naturaleza mostraba así sus celos. Esa frágil barquichuela quebraría y el príncipe, enredado en las algas, sería una estatua más del jardín sin aliento.
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La mar me tragaba. La corriente estrangulaba cualquier brazada. Ven conmigo, susurraba seductora. Sin fuerzas para resistir, me desmayé. Reviví en la orilla con el recuerdo de una caricia salvadora. Un beso me devolvió el aliento. Cuando me incorporé estaba rodeado por generosos samaritanos que corrieron a auxiliarme. Nunca olvidaré aquel rostro que me saludó a la vida mientras creía adivinar una sombra que se escurría entre las rocas.
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Sus labios, los míos. Bañados en salitre. Palpitando vida. Casi me sorprendieron las buenas gentes. El príncipe estaba a salvo. Lo cuidaron y devolvieron a su palacio, que divisaba cada jornada desde el horizonte. Jamás supo de mí, pero yo no le olvidaría náufraga en él.
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Los días pasaron y recuperé la salud, aunque continuaba sintiéndome mediado como una tinaja agrietada.
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Superé remolinos, escapé al abrazo mortal de plantas venenosas, me enfangué, esquivé montoneras óseas de infaustos ahogados… hasta alcanzar la puerta a la que nadie en su sano juicio llamaría jamás. La horrenda bruja mostró una sonrisa podrida al recibirme en su pestilente cueva.
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A cambio de poder caminar entre nosotros, dio su voz. Bebió la abominable pócima y, al instante, se desprendía de su plateada cola sustituida por dos frágiles extremidades. Jamás volvería a arrullar a la corte marina con su dulce canto. Las melodías acallaron trocadas en sendas piernas. Cada paso con aquellos deliciosos pies era una coreografía hipnótica. También una tortura que le aguijoneaba con infinitas puntas de espada hasta teñir su pálida piel de burdeos.
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Desfallecida caí sobre las escaleras del palacio. Mis nuevos pies me torturaban hasta desear que me los arrancaran. Ni el frío mármol conseguía calmarlos. Amanecí entre sus brazos. Ahora me rescataba él. Sentí en lo más hondo de su mirada que le era familiar. En vano me preguntó quién era. Mi voz pertenecía a la bruja. Sin respuestas, su buen corazón se apiadó acogiéndome.
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Ignoraba el motivo pero la compañía de aquella mudita que danzaba como los ángeles, me llenaba de gozo. Apenas frecuentaba otra compañía en mis ratos libres. Conversábamos con el fulgor de nuestras pupilas. Su silencio me colmaba. Desconocía su enorme sacrificio y, aún menos, su terrible apuesta.
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Acostada ante su alcoba, añoraba a los míos. Los sueños me transportaban junto a mi abuela, empeñada en adornar mi cola real de perladas ostras. Las risas de mis hermanas animaban las fiestas. Mi tonada acompasaba el baile de los peces. Todos sonreíamos ante un futuro infinito entrampado por mi loco impulso. Si no lograba enamorar al príncipe, la nada. Me desvanecería en las aguas convertida en espuma sin memoria.
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La cuna obliga. Aún más cuando está coronada. Había empeñado mi palabra en un matrimonio de compromiso. Partimos hacia el reino vecino donde aguardaba mi prometida. La cercanía de la mudita me consolaba. Durante el viaje le confesé que ya tenía dueña: aquella que me rescató de las aguas y a la que reconocería entre mil. Acataría los deseos de mi padre, el rey, pero no amaría a mi esposa. Mi fiel amiga escuchaba con una enigmática sonrisa. Sus manos sobre las mías.
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¿Cómo hacerle saber, siendo muda, a aquel ciego y sordo? Al menos reconocía que era mío, aunque lo ignorara. Era feliz. Bailé en cubierta para los marineros. Floté sobre las olas de puntillas ajena a cualquier dolor. Tan solo debía desprenderle del velo que oscurecía sus sentidos.
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Mi gozo se vio truncado cuando él reconoció en aquella princesa lejana el rostro que iluminó su revivir en la playa maldita. Fui desterrada de su dormitorio, reino privado compartido con su nueva esposa tras los festejos. Los fuegos artificiales se reflejaron en mis lágrimas, que fingí felices. Sin su amor, esta sería mi última noche. Al alba me desvanecería en un recuerdo cada vez más débil.
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Las hermanas de la sirenita, presas de la angustia por su desesperado porvenir, acudieron a la bruja. Les exigió sus hermosas melenas a cambio de una daga. Cuando la joven sepultara su afilada hoja en mi pecho recuperaría su ser. Regresaría a sus dominios de coral, entre los suyos.
A escondidas la convocaron. Con dolor le pasaron el acero mortal. Sálvate, le suplicaron. Ajeno a la conspiración abrazaba a mi nueva esposa.
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Asesinar para sobrevivir. Acabar el amado para contar un nuevo amanecer. Si le mataba, ¿no haría lo mismo con una parte de mí? ¿Qué cariño era ese? Mas él no me quería. Se había entregado a otra. Mi sacrificio había sido inútil. Un día mi cola se dividió en dos piernas, en esta ocasión era mi corazón el que se desgajaba a la mitad.
Cómo bailaba la balanza a cada segundo… Había decidido.
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Desperté de una noche brumosa. Las pesadillas eclosionaban en mi mente enmarañada en sombríos presagios. Con mal pálpito recorrí todas las estancias en busca de la tierna mudita. Su ausencia me ahogaba. Nadie supo decirme. Se perdió, la perdí.
Desde aquella mañana acudo cada anochecer a la orilla en la que la hallé. El rumor de las olas me canta, la espuma me acaricia.