En la calle caen las primeras gotas de otoño. Poco tienen que ver con sus primas del verano. Las tormentas de agosto aparecen por sorpresa. El sol, de pronto, es empujado por gruesas nubes que descargan su rabia sobre los incautos peatones. Es una rabieta de verano. El calor pegajoso nos vuelve un poco locos. También a las nubes, que se enfadan sin motivo alguno. Chorrean su bronca sobre los vecinos de abajo y, ya calmadas, se marchan como han venido. Para que el sol vuelva a reinar a sus anchas.
La lluvia otoñal es distinta. El sol, agotado de tantos meses de trabajo, amanece con lentitud. Le duele despegarse de las sábanas. Y también se acuesta antes. Las nubes aprovechan su cansancio para hacerse con más hueco. Cuando nos levantamos ya están ahí. Tiñen la vida de un gris a veces melancólico y otras, pesado. Ahora que mandan ellas, no se enfadan tanto y vierten sus gotas con delicadeza, arropándonos en un manto de agua que nos acaricia. Todo parece más lento en un largo bostezo antes del sueño del invierno.
La vida se adapta al cambio. Los árboles mudan de hoja y color, al igual que los armarios. Las camisetas de manga corta y los bañadores dejan paso a abrigos, jerseys de lana, bufandas... Y, claro está, los osos se preparan para su prolongada siesta.
En todo eso piensa el alcalde. Sentado en la mesa de su despacho observa por la ventana sin atender a sus concejales. Le hablan sin parar de números y más números. Dinero, dinero, dinero. Gracias a él construyen escuelas, hospitales, carreteras o canchas de baloncesto.
La gente vive mejor, se consuela, pero en esta oficina solo hablan de cifras y cantidades. Todo aparece en interminables informes de cientos de páginas que pocos leen. Ya no tiene tiempo para ver cómo aquellas cifras se transforman en una clase de teatro donde los niños representan a piratas por los mares del sur. Nunca ha visto salir de un hospital, por su propio pie, al sano que entró enfermo en camilla. En la agenda no queda hueco.
Mientras sus ayudantes recitan largas listas de tareas, el alcalde se asoma al balcón. Nadie mira hacia arriba. La gente deambula escondida bajo los paraguas, esquivándose. Todos van con prisa. Tienen mucho que hacer en el colegio, la oficina, el gimnasio, la casa... Ver a los amigos es una obligación, no una alegría. Y ser felices, una meta impuesta por los anuncios de la televisión. Si chocan dos paraguas, los implicados se gruñen. Rara vez se disculpan o bromean. Ni siquiera se les ocurre jugar a los espadachines con aquellos sables negros. Todos iguales. Todos feos. Siempre tenemos algo importante que hacer. Correr, correr y correr. ¿Hacia dónde?
El alcalde suspira. Está harto de reuniones interminables. Se pone el abrigo y abandona el despacho. Atrás deja a sus asesores, que siguen hablando sin cesar. Ninguno se da cuenta de que se ha ido.
Cuando pisa la acera, el alcalde siente una gota que acierta de lleno en la punta de su nariz. Le provoca cosquillas. Casi estornuda. Saca el teléfono y se detiene cuando está a punto de llamar a su secretario para que le acerque un paraguas. Una segunda gota le roza la mejilla. Cuelga. Le ha recordado la caricia de un antiguo amor que creía olvidado. Permanece quieto unos minutos hasta que decide caminar desprovisto de la protección del paraguas.
Empieza a andar sin rumbo. Vaga entre las gentes, que no lo reconocen. El bosque de paraguas le camufla. No ven más allá de sí mismos y del trozo de suelo que pisan. Casi mejor, piensa. Así me ahorro las quejas. Siempre hay algo que hemos hecho mal. Tampoco me apetece que se paren a saludarme. Algunos ciudadanos me quieren tanto que me estrujan en grandes abrazos, aunque lo que más odio es besar a bebés llenos de mocos...
Mientras pasea detecta un adoquín suelto, una papelera rota y algún desperfecto más que ordenará arreglar a su vuelta al ayuntamiento. Como los demás, anda pensando en sus cosas. Bueno, como es el alcalde, en las cosas de la ciudad. Le preocupa cómo solucionar un par de asuntos complicados. Con las manos en la espalda y la frente arrugada, parece un robot. Su cabeza continúa en el despacho.
Le despierta una sensación fría, que le empapa la pierna. Sobresaltado ve su elegante pantalón manchado de barro. Busca al culpable. Un niño salta feliz de charco en charco empeñado en evitar el suelo seco.
- Chaval, ten cuidado. ¿Has visto lo que has hecho?
El niño le observa un instante, mirándole directamente a los ojos. ¿Arrepentido? Pues, no. Vuelve a brincar con fuerza sobre otro charco. De nuevo cala al alcalde. Incluso le salpica la cara.
- Pero, ¿qué te he dicho? -gruñe el político.
- Estoy estrenando mis botas nuevas. Me las han regalado porque se me han caído dos dientes de leche.
Para demostrarlo sonríe mostrando una dentadura que parece un puzzle inacabado. Y agita en el aire unas estridentes katiuskas con dinosaurios dibujados. El alcalde no sabe qué responder. Se le ilumina la cara, roja de ira, y explota dando un pisotón en el agua. Sus enormes zapatones provocan una ola que se traga por completo al revoltoso. El niño, cubierto de agua, mira atónito al alcalde. Hipa y suelta una gran carcajada. A continuación salta con todas sus ganas para devolverle el golpe. Inician una batalla de salpicaduras que detiene la madre del pequeño. Riñe al alcalde porque los mayores no se comportan así y se lleva a rastras al niño, que se despide sacándole la lengua.
Chorreando, el alcalde continúa su paseo hasta un parque cercano. Le encanta este lugar retirado donde el reloj se echa una cabezada. Se halla en pleno corazón de la ciudad, pero ésta se le antoja muy, muy, muy lejana. Los árboles triplican a las farolas y el piar de las aves sustituye al claxon irritado de los coches. Nadie suele tener prisa. Los pavos reales lucen sus brillantes plumas con andares de marqués. Las ardillas trepan ojo avizor de cualquier golosina perdida. Los patos navegan en formación por el estanque. Los bebés duermen en sus coches, al runrún de la conversación de los padres.
Ese día hay menos ambiente porque la lluvia ha espantado a los habituales. El alcalde se sienta en un banco a descansar. Apenas le importa que el asiento esté mojado porque él ya está completamente calado. Nadie me librará de un buen resfriado, se resigna.
Un músico callejero toca un violín desvencijado. A la melodía le faltan notas, pero el alcalde se concentra en la música. Olvida todos sus problemas mientras observa cómo caen las hojas de los árboles. Planean en el espacio con infinita paciencia. Les sobra todo el tiempo del mundo. Despacio forman una delicada alfombra que cubre el feo asfalto. Al mediodía le entra hambre. Es tiempo de volver a su piso en busca de ropa seca.
Al levantarse sus zapatos pisan la suavidad del manto de hojas. Y se siente en casa, sobre la moqueta. Como si el parque se hubiera transformado en una habitación de su hogar. Otra vez se detiene. Repara en la variedad de colores vegetales que adornaban el paseo. Las hojas ocres de castaño y nogal colorean el monótono pavimento. Los troncos, desnudos, tiemblan con los primeros fríos.
Cuando pasa un barrendero a su lado para recoger las hojas, le detiene. Ha tenido una idea. Sin cambiarse de ropa, vuela al ayuntamiento. Reúne a los concejales y ordena que, durante unos cuantos días, no se recojan las hojas caídas.
- Dejemos que la gente disfrute del otoño. Nos empeñamos en que todas las estaciones del año parezcan iguales.
Sus ayudantes llenan el despacho de peros y pegas, pero el alcalde les ignora. Espera que los habitantes, al ver las hojas, sientan algo especial. Confía en que descubran cuanto les rodea, a las otras personas. Y sientan.
Al día siguiente, se asoma al balcón del ayuntamiento. La calle está completamente cubierta de hojas. Un abuelo recoge alguna para usarla como marcapáginas de su libro favorito. Varios niños levantan una montaña vegetal. Una pareja de enamorados se ha intercambiado hojas de diferentes colores. Todos parecen más calmados, dejando surcos a su paso.
La nueva decoración cambia el espíritu de la ciudad. Pronto se escuchan conciertos al aire libre, los pintores sacan sus caballetes a la calle, los colegios organizan excursiones al parque porque la naturaleza no solo está en los libros y los enfermos sanan mejor desde sus ventanas de hospital.
Los periódicos le llaman el alcalde poeta. Él no protesta. Le gusta que le conozcan así. Incluso prueba a escribir un soneto pero rima fatal, así que continúa trabajando de alcalde. La hojas se acumulan como la nieve. La ciudad es un enorme tapiz multicolor.
Pero una noche las nubes vuelven a trastear. Llueve sin cesar durante horas. A la mañana siguiente el agua se mezcla con las hojas y la tierra que arrastró el viento. Las aceras son una trampa. En cualquier esquina pueden verse tropezones. Siempre hay alguien por los suelos.
La calma de los días anteriores se transforma en un monumental enfado. Los informativos de la televisión dejan de llamarle alcalde poeta para apodarle descuidado. El aire se lleva las partituras de los músicos, los pintores se refugian en sus estudios y los hospitales se llenan de heridos con algo roto por las constantes caídas.
Harto, el alcalde envía a un ejército de limpiadores para que recojan las hojas y dejen bien barridas las calles.
- ¡¡¡No quiero ver nada en el suelo!!! -grita enfadado.
Cuando terminan, se asoma al balcón. Las aceras están impecables. Incluso les han sacado brillo, pero todo vuelve a ser gris. Los habitantes, satisfechos por la rutina recuperada, corren de un lado para otro sin detenerse a contemplar la vida.
El alcalde se sienta en su gran mesa de roble y escucha los informes de sus colaboradores. Sus bocas sueltan un sinfín de números que se desparraman como aquellas hojas de los árboles. Y, sin poderla contener, al alcalde se le escapa una lágrima.