Nadie sabe el nombre del vecino más veterano de la plaza. Siempre ha estado ahí, recuerdan los ancianos del barrio sin volver la mirada.
A lomos de su fiero caballo, erguido sobre sus cuartos traseros, parece guiar a las tropas a la batalla. Tal vez a una expedición perdida en tierras extrañas. ¿Héroe o villano? ¿Valiente o cobarde? A lo largo de la historia topamos con muchos cobardes que fueron héroes a su pesar y villanos que demostraron cierta valentía para alcanzar sus crueles planes.
Unos dicen que es un rey, otros le degradan a vizconde. A los más leídos les recuerda al personaje de un libro muy famoso. Le sacan muchos parecidos, incluso con vecinos vivos. Viste elegantes ropajes de otras épocas. Este caballero cabalgó, si lo llegó a hacer, unos cuantos siglos atrás. Pocos atinan la fecha.
Ninguno tiene memoria del día que colocaron la estatua en medio de la plaza, su dominio. Probablemente acudió hasta el alcalde, la banda municipal y algún periodista. Su nombre cayó en el olvido, mucho tiempo atrás, después de que desaparecieran quienes lo plantaron allí y se perdiera la placa del pedestal sobre el que reposa.
Poco importa, para ser sinceros. Nadie repara en el jinete. En ocasiones un turista curioso, cámara en ristre, pregunta por la estatua. Como respuesta solo recibe un encogimiento de hombros. Ni el guardia urbano ni el cartero saben de quién se trata. Y, si pregunta a los mayores que disfrutan del sol en los bancos cercanos, corre el riesgo de verse enzarzado en una discusión sin fin. Bueno, no tanto. Termina a la hora de la comida.
Los niños, cuando falta algún amigo para el partido de fútbol, le fichan en su equipo. Normalmente los capitanes le adjudican el puesto de portero. Como delantero adolece de escasa movilidad. Entonces le fríen a balonazos sin que proteste. El caballero permanece inmóvil, como la estatua que es, hasta que alguien riñe a los chavales por maltratar el mobiliario urbano.
Las palomas acostumbran a posarse sobre su cabeza. Encaramadas a su sombrero picudo se arrullan hasta que divisan una miga de pan sobre el suelo. Siempre, antes de volar, le dejan una cagarruta de regalo que amarillea sus broncíneos ropajes. Jamás se ha quejado.
Un vagabundo procedente de un lejano país acampó a sus pies una temporada. Unos calculan que estuvo un día, otros sostienen que un mes y algunos suben hasta el año. Tampoco son muchos los que se acuerdan de aquel visitante. Vestía andrajos y contaban que era un sabio extraviado. De los que saben tanto que pierden la cabeza.
Hablaba nuestro idioma con fluidez y divertido acento. Apenas se relacionó con las gentes de la plaza. Tan solo conversaba, durante horas, con la estatua. Cuando le preguntaron por ello, respondió que él únicamente dialogaba con gente de su altura. Algo chocante, según el frutero, porque la testa del jinete, montado en un caballo elevado sobre un pedestal, estaba bastante alejada de la suya.
Y, es más, el sabio errante afirmó saber quién era ese hombre que había merecido una estatua, aunque ya nadie recordara ni sus méritos ni su nombre. Prometió revelarlo, a cambio de un desayuno caliente, a quien acudiera a la mañana siguiente a las ocho en punto. Ni un minuto antes ni uno después.
La noticia corrió de boca en boca. Muchos vecinos madrugaron pese a que el calendario marcaba domingo. Sin embargo, cuando se reunieron, no quedaba rastro del trotamundos. Su campamento había desaparecido. Y ahí quedó la cosa.
El vagabundo pronto se desvaneció de la memoria del mismo modo que las gestas del misterioso jinete se perdieron en anaqueles polvorientos. Renovaron los bancos, las farolas, el pavimento, los edificios y los rostros de las gentes pero la estatua sigue velando la plaza en el mismo sitio, y sin placa.
Cada miércoles lo rodean los puestos del mercado. La música de la verbena jamás ha logrado que se marque un bailecito. Nadie suele fijarse en el héroe desconocido salvo en la única ocasión que el equipo del barrio ganó un trofeo. Aquella gloriosa tarde rodearon su cuello con una bufanda de los colores del club. Ni un hurra gritó.
Sin inmutarse transcurren los años para la estatua. Salvo en las tormentosas tardes, cuando las gentes corren a refugiarse en sus casas. El caballero aprovecha la lluvia para disimular una lágrima. ¿Me han dicho mueble, compañero caballo?, pregunta quejoso.
Hace tanto que nadie le llama por su nombre pese a que él conoce los de todos...