Berridos, carcajadas, aspavientos y conatos de apoplejía. Todo una sinfonía de onomatopeyas que ni siquiera disimulan camuflar el insulto en argumento pueril. El tema de discusión es lo de menos porque siempre es el mismo: gobiernan los otros en vez de nosotros y eso no puede ser.
Los navajazos radiofónicos, etiquetados de tertulia, despiertan otro día más a Gonzalo. Citando las autopromociones de la emisora, pone banda sonora a su vida: madrugones para pagar la hipoteca, la letra del coche y una cena mensual en el restaurante de moda.
Abandonó las cadenas musicales por las tertulias al percatarse de que los compañeros de oficina adictos a los sermones hertzianos llegaban más despabilados que los que preferían levantarse con los últimos éxitos discográficos. Su humor, como serpientes encantadas, dependía de la tonada del hipnotizador o, más bien, víbora reina. Así entraban echando pestes del país de borregos que les había tocado en suerte en la partida de nacimiento o presumían de logros económicos sin par, pero jamás se arrastraban bostezando hasta su cubículo. Un taxista le confesó haber abandonado el Redbull, gracias al cual soportaba los turnos maratonianos, por los debates.
A Gonzalo le importan un bledo las diatribas de los contertulios. Jamás ha votado ni piensa acercarse a una urna hasta que le dejen elegir a los que gobiernan de verdad. Los espantapájaros del Congreso sólo sirven para entretenernos, zanja cuando alguien intenta colarle una discusión política. La bronca de los periodistas, personajes encasillados en su papel partidista, apenas sirve para estimular su corteza cerebral lo suficiente como para prestarle la energía necesaria para librarse de las sábanas y encender la tostadora. Sólo son ruidos que cambiaría gustoso si abrieran una emisora que retransmitiera en directo la perforación del asfalto.
Su chica bufa mientras se voltea tapándose entera. Hunde la cabeza en la almohada. Tiene los tímpanos más sensibles a la contaminación sonora. Gonzalo, en la misma operación repetida de manera mecánica de lunes a viernes, apaga el aparato instintivamente. Le da un beso en la frente y abandona el lecho conyugal para que ella disfrute de su media hora extra de sueño. La fortuna quiso que su trabajo estuviera sólo a dos paradas de metro.
Al incorporarse observa la silueta del cuerpo bajo las sábanas. Tan redondeado y apetecible como cuando se conocieron. Algo más fofo, con nuevas estrías insolentes que ha visto nacer. Le gusta compartir la maduración de su fisonomía, arruga a arruga. Recuerda en qué época brotaron. Continúa excitándole con la misma intensidad. Sin indisponer las pupilas a la claridad matinal, desde la caverna del duermevela, ella emite un susurro apenas inteligible: te quiero.
El chorro caliente de la ducha completa el proceso de activación mental y corporal. El agua que traga desempasta boca y neuronas al tiempo. La realidad abandona el esfumato. Sus pensamientos se agilizan. El entorno se le aparece con absoluta claridad. Mientras se seca repasa la agenda. Comienza con el pelo, a primera hora tengo que responder un par de correos que dejé pendientes. La cara, pedir a Miguel que me haga un hueco para comparar presupuestos. Pecho y barriga, a media mañana reunión con los pesados de contabilidad. Espalda, almuerzo con Marga…
Al exprimir las naranjas ya ha trazado un diagrama completo del día. Desde el dormitorio le alcanza algún conato de ronquido de su pareja. Sonríe y busca el móvil.
Descalzo se desliza por el minúsculo pasillo hasta el dormitorio. Al cruzar la puerta, aún con albornoz, se arrastra por el suelo hasta alcanzar el cabecero. Con cuidado extiende el teléfono hasta la boca de ella para grabar su respiración. Tarda pero el gañido termina explotando. Satisfecho con su pequeña travesura regresa a la cocina. Archiva la grabación, que utilizará cuando ella niegue ofendida el hecho. Las mujeres no roncamos, se excusa cuando le pica. Animado como un niño malo, completa la trastada personalizando el sonido para que salte de melodía cuando ella le llame. Todavía sigue riéndose mientras se ajusta el nudo de la corbata en el servicio.
Antes de marcharse a la mina, como llama a su despacho, regresa a la habitación para despertarle con una suave caricia en la mejilla. La besa delicadamente en los labios resecos por el sueño profundo.
- Cariño, me marcho ya. No te duermas.
- Sólo un poquito más –rezonga ella.
Como un padre resignado, Gonzalo levanta la persiana y destapa a la economista haragana: Levanta o no llegas.
- Jo, calla.
Animado por el escote del camisón, vuelve a besarla. Esta vez sobre el raso, desperezando un pezón juguetón que rápidamente responde. Lucía, aún sin mostrar sus pupilas, se estira como una gata.
- No empieces lo que no vas a terminar –ronronea mientras las yemas de sus dedos se posan en la bragueta de él.
- ¿Quién dice que no vaya a acabarlo?
- Yo. Después de quince años te conozco lo suficiente como para saber que, cuando te has puesto la corbata, ya no te quitas el traje aunque te derramen un litro de café encima.
- Para follar, quizá.
- La puerta está abierta –insinúa ella separando los muslos.
- Ya estás suficientemente despierta. Hale –le da una palmada en las nalgas-, me voy. Esta noche rematamos.
- Eres malo, mucho –le responde caprichosa–. Hoy me dolerá la cabeza.
- Gracias por avisar, traeré aspirinas.
- Vete o no llegas, idiota.
- Ah
- ¿Ah?
- Te quiero.
La brisa matinal acaba de despejarle. Respira hondo antes de sumergirse en la marea del metro en hora punta. Empotrado contra la puerta del vagón se abandona al letargo. Falta media hora larga hasta su parada.
Sus ojos pasean entre la variopinta fauna urbana procurando evitar el contacto directo con otras miradas curiosas. Le asusta abrir un cauce de comunicación tan franco con otras almas. Es una falta de educación, disimula. La práctica de la rutina le facilita levantar el muro de seguridad, como hacen los informáticos para proteger los ordenadores de indeseables intrusos de la red.
Vagabundea inconscientemente por el paisaje de calvas, escotes, patillas, corbatas, ipods y titulares de prensa gratuita. Una universitaria con rastas lee ensimismada ‘Tratado de la desesperación’, de Kierkegaard, junto a un comercial reconcentrado en su libro de sudokus. ¿Qué diría el pensador danés? Su construcción filosófica digerida entre estación y estación. Trata de dar sentido a la existencia, o restárselo, para acabar al mismo nivel de un folleto de pasatiempos. Filosofía entre estaciones, encuentre el (sin) sentido de la existencia en su trayecto. Metro, el camino del ser. Debería proponer el eslogan a la compañía. Seguro que le pagaban una pasta.
Tanto tiempo ha dedicado a imaginarse al erudito retorcido en su tumba ante semejante legado, que la chica acaba levantando la vista de las páginas y sus miradas chocan. Ella no escapa del encuentro. Es él quien huye a la cueva de la vergüenza hojeando una noticia de un periódico vecino. A los pocos segundos vuelve al lugar del delito, pero la joven ha regresado a los brazos de Kierkegaard. Ya se sabe que los bohemios de letras tienen más tirón entre las muchachas de cierta edad. Especialmente si conjugan maldición y muerte. Cuando maduran normalmente prefieren a un equilibrado economista con el que compartir hipoteca y monovolumen.
Temiendo tropezar con otro espíritu a hora tan temprana, se refugia en un cartel de la campaña de fomento de la lectura que adorna los vagones. Textos ilustrados de venerables literatos animan a abrir un libro. De tanto compartir viaje con ellos ha llegado a memorizar varios pasajes.
Recita unos versos de Ángel González. “Solsticios y equinoccios alumbraron con su cambiante luz, su variado cielo, el viaje milenario de mi carne trepando por los siglos y los huesos”. La gravedad de las palabras le hunde aún más contra la puerta. Demasiada trascendencia para un martes a las siete de la mañana con apenas un café encima. Versos en las paredes, pensadores para arrancar la jornada… cómo se está poniendo el país.
El brillo en la retina de la joven lectora le ha recordado al de su compañera. Ahora estará duchándose. La espuma deslizándose morosamente por sus caderas, orientada hacia esas ingles que le guían hacia la fuente de la que tanto goza bebiendo. Disfruta de su calor vital desde hace tantos años ya. El maletín, reposado sobre sus piernas, camufla la incipiente erección al pensarla mientras se enjabona.
En dos semanas cumplirán quince años juntos. Intenta imaginar la vida sin ella. Es incapaz. De la época anterior apenas conserva rostros, fechas ni nombres. Transitaba simplemente sin apenas sentir. Estudiaba la carrera que debía para garantizarse un porvenir, salía con los amigos para airearse, rara vez ligaba y poco más. Sólo después de conocerla, despertó. Unos recurren a sacerdotes, gurús, banqueros o filósofos (los menos). Él a ella.
Sale a la superficie perezosamente arropado por el ajetreo de los cientos de hámsteres que acuden con docilidad a girar sus pequeñas ruedas del engranaje global. Nada más fichar, antes de tomar al ascensor a la planta de su despacho, se detiene mecánicamente en la máquina del café. Largo con poco azúcar. Fiel al ritual se quema las yemas de los dedos con el fino vaso de plástico.
- Mierda. En vez de abrasarme los dedos con esta mierda alquitranada de pura química, tendría que estar con ella.
Las imágenes de la mujer, ardiendo de placer, se alternan con lo que le espera en el despacho. Repasará metódicamente los correos. Sentirá su boca abrazada a la suya. Planificará la agenda de la semana. Mordisqueará su cuello en el punto exacto en el que ella pierde la cordura. Paseará por la intranet de la empresa para ponerse al día de las últimas instrucciones oficiales. Lamerá el vientre en el que algún día crecerá su hijo. Responderá a un par de dudas de los subordinados más dependientes. Acariciará sus tobillos. Analizará los últimos movimientos bursátiles. La ama.
Arroja el café hirviendo a una papelera junto al maletín y su acreditación. Sin fichar el código de ausencia por causa no justificada, abandona el edificio. En la calle camina en dirección contraria a la masa. Se desanuda la corbata y respira profundamente. Los colores grises en horario laboral se tiñen de mil tonalidades. El aire arrastra olores desconocidos para quien se encierra doce horas frente al ordenador inhalando aire acondicionado. Las gentes con las que se cruza deambulan a un ritmo más reposado. Sus caras no son hieráticas como la de los madrugadores. En éstas percibe todo tipo de expresiones.
Un banco le sirve de atalaya desde la que contemplar la ciudad ajena. Los escaparates florecen. Las cafeterías bullen. En el otro extremo se acomoda un vagabundo de vestuario tan ecléctico como roto que desprende un aroma embriagado de tintorro de saldo. Las roñas de su rostro desvelan que olvidó las propiedades del agua.
- ¿Hace mucho que no vive? –le pregunta con una sonrisa desdentada.
- Sólo cuando estoy con ella.
- ¿Y por qué pierde el tiempo hablando con un borracho?
- Tiene razón –sentencia incorporándose de un brinco sin dejar un mísero euro en la lata de limosnas.
Con decisión desbocada entra en una joyería. La dependienta le atiende con profesional cortesía. Pide que le muestre su catálogo de anillos de compromiso.
- ¿Alguna idea para empezar? ¿Oro dorado o blanco? ¿Plata? ¿Con diamante? ¿Moderno o mas clásico? ¿Presupuesto?
- Que ella sepa, nada más verlo, que la quiero.
- Entonces uno bien caro –bromea la chica con malicia.
Pasa cuarenta largos minutos revisando todo tipo de sortijas hasta que descubre su anillo. La joya, una exótica aleación del más puro titanio, transmite todo su amor. Apenas pesa en la palma de la mano pero resistiría incluso un invierno nuclear.
- Buen gusto –le anima la comercial, que habría dicho lo mismo con cualquier producto que superara los mil euros–. Lo tendremos grabado en un par de días. ¿Cuál es el nombre de la afortunada?
- No lo recuerdo.